viernes, septiembre 05, 2008

Retiro anual en el Lago de Triana

Son ya veinticuatro años, con alguna ausencia intermedia, de asueto veraniego en la Marina Baja alicantina, lugar de nacimiento de la mujer que hoy día es mi esposa y gracias a la cual, conocí este paradisíaco lugar. Dentro de la cantidad de municipios que jalonan este territorio (Benidorm, Finestrat, La Nucía, Polop, Callosa, Alfaz del Pí, Calpe…), hay uno al que le tengo especial cariño y, sin excepción, visito con deleite; su nombre ya me provoca una paz interior que se ve incrementada a cada paso que recorro por su “Poble Antic”, entre cuestas interminables y casas encaladas en blanco, hasta la “Plaça de l’Església”; se trata de Altea, que significa “Yo curo” y ciertamente que cura el espíritu, mi atracción personal hacia este lugar roza lo instintivo desde que lo descubrí y no sabía decir por qué.

Asentada a los pies de la Sierra de Bernia, desde el mirador de la Plaza de la Iglesia, se aprecia una extensa bahía que abarca desde el promontorio de la “Serra Gelada”, que cierra la Playa del Albir, de cantos rodados moldeados como arena, hasta el coloso de piedra, gemelo de “nuestro” Peñón de Gibraltar, conocido como Peñón de Ifach, en las estribaciones del puerto de Calpe. Vista desde el mar, Altea es una colina de casas blancas coronadas por las dos cúpulas de su iglesia, que reflejan hacia el cielo un azul eléctrico que se funde en el paisaje.

Sierra Helada desde Altea

Peñón de Ifach

Altea desde el mar

Decía que no sabía por qué este hechizo primitivo del inconsciente entre Altea y yo, hasta que un día, hace ya algunos años, descubrí el nexo de unión entre nosotros.

No podía ser de otra forma, qué otro lugar pudo inspirar al Genio el mejor tema musical jamás escrito por nadie, en qué otro lugar se podría haber dado ese amor idílico, de dónde podrían haber surgido las musas inspiradoras de “En el Lago”. Ese lago que reflejaba sueños, era el mismo que yo contemplaba año tras año desde el mirador de Altea, aquel monte que regalaba amor, no era otro que el promontorio de Sierra Helada (¿o era tal vez el Peñón de Ifach?), aquel pájaro blanco volvía cada verano a repetir el hechizo con su vuelo desertor, esa estrella fugaz recorría el cielo alteano todos los años, al menos una vez, anunciando un amanecer que siempre llega, esclarecedor de profundidades filosóficas y cada año, desde ese mirador, un pensamiento ausente deambula por el aire, al principio lo creía errante, desde hace un tiempo sé cierto hacia donde se dirige y tú, Jesús (de la Rosa sin Espinas, grande Sabina), seguro que lo recibes y entonas con agrado un “En el Lago” etéreo allá donde se encuentre tu alma y la de los míos.