Hoy he recordado un hecho que me ocurrió hace algún tiempo y
que me hizo reflexionar sobre el sedimento que la educación recibida deja en el
subconsciente. Estaba parado en un semáforo con mi vehículo cuando veo un
anciano que al cruzar delante mía por el paso de cebra, libre para los
peatones, se dirige hacia mí y, con aspavientos, me indica que bajara la
ventanilla, al principio creí que me iba a reprender por alguna infracción que,
sin darme cuenta, habría cometido yo y cuál no fue mi sorpresa cuando vi que
tendía la mano hacia mí y me daba la enhorabuena con estas palabras "le felicito, lo que ud. ha hecho no lo
hace casi nadie"; el buen hombre debió de verme la cara de
estupefacción y comprendió al instante que no sabía de que me hablaba.
"Portada del single "Amanecer en el Puerto", del grupo Alameda"
Ocurrió que llegando yo a la altura del semáforo, en ese
momento en verde para los vehículos, el cruce se hallaba atascado y para no
quedarme varado en medio del paso de cebra del semáforo, me detuve en la línea
que lo delimita de la calzada, al poco el semáforo cambió a rojo para los
vehículos y verde para los peatones y fue cuando aquel caballero, mascota en
ristre, se dirigió a mí; no vi yo una acción tan desmesuradamente inusual como
para la felicitación, pero aquel vetusto ciudadano creyó que sí.
Y es cierto que esa educación recibida queda grabada en
bajorrelieves de la memoria, en surcos indelebles que de vez en cuando afloran
en gestos instintivos, cuando el respeto por los demás se transmuta en respeto
por uno mismo y en su cavilación te lleva hacia las personas que lo hicieron
posible; mis padres, por supuesto, y por extensión mi familia, profesores como
D. Manuel Hidalgo o la Srta. Piedad, aquel Padre Paco de tirones de patillas, y
el paso por la vida, ¡cómo no! Pero aquella mascota en la cabeza de ese anciano
agradecido me trajo la imagen de mi abuelo Rafael, impecable con su camisa
blanca y corbata azul, su chaleco beige, su chaqueta gris y su perenne mascota
verde carruaje. Mi querido abuelo Rafael al que tanto le debo en esto del
civismo.
"Mi abuelo Rafael".
Persona humilde, trabajadora, de la trianera Pagés del
Corro, en plena Cava de los Gitanos, allí donde el hambre se hacía arte y el
arte curtía la alegría por vivir. Uno de los pocos afortunados que en la época
del racionamiento de necesidades tenía sustento, trabajando de estibador en el
Puerto de Sevilla, lo que es cargando en el muelle. Cada madrugada se pasaba
por la lista de contratación en la Av. de la Raza, si Rafael no volvía de
amanecida había fiesta en el corralón, significaba que Rafael tenía faena ese
día y podrían comer pescado fresco toda la corrala, donde la gazuza campeaba entre
bulerías de miserias.
La cosa funcionaba así, uno acudía a esa lista de
contrataciones y buscaba su nombre, veía si había entrado barco que descargar y
cada uno al suyo. Mi abuelo trabajaba en los barcos de pescado, pero cada uno
de los estibadores tenía su cometido según la carga que llegaba, trabajo duro para
todos ellos y sirva este escrito como pequeño homenaje a cada uno de aquellos
hombres que costal a la cerviz y riñones de acero portaban sacos de 50 kilos
del barco al vagón o camión, antes a las mulas porteadoras, de los distintos
géneros que entraban en Sevilla vía fluvial. De ellos se nutrían las cuadrillas
de costaleros, también mi abuelo, que sacaban los pasos de la Semana Santa
antes de que la hermandad de los Estudiantes introdujera la figura del hermano
costalero allá por 1.973.
"Bajorrelieve a modo de homenaje a los estibadores del Puerto de Sevilla, en la Casa del Marina en la Avenida de la Raza".
Decía que mi abuelo Rafael trabajaba descargando el pescado
y entre los espacios que dejaba el impermeable de faena y su cuerpo siempre se
colaban merluzas y otras especies, alguna caía como distracción para los
Civiles que custodiaban la entrada y salida del Puerto, a modo desvío de
miradas inquisidoras y vigilantes. Pudo haberse enriquecido con el estraperlo, hablo
de lo que vulgarmente se conoce como la época del hambre, pero su naturaleza no
le permitía lucrarse de la miseria ajena, aquel pescado no era objeto de lucro,
sino de dádiva a sus vecinos que aquel día comerían caliente; al no volver de
amanecida la abuela Carmen (otro día hablaré de ella) ya preparaba la harina,
el aceite y las sartenes para freír el pescado y en el patio ya bullía la
jarana al calor de la lumbre, ese día nadie se acostaría con café de periódicos
quemados sobre agua caliente como único sustento.
Algunos sábados que no estaba en las listas, ya con los
tiempos un poco mejores en la ciudad, recuerdo como venía a casa, yo vivía
cerca de la Av. de la Raza, y nos recogía a mí y a mi hermano y, de la mano,
con su eterna sonrisa de felicidad, nos daba un paseo a ver los vehículos
militares del Cuartel de Automovilismo, que se encontraba en Reina Mercedes o
al cercano Parque de María Luisa, siempre saludando, siempre impoluto.
Con todos estos recuerdos a borbotones, en el C.D. del coche
sonaba Amanecer en el Puerto de Alameda, quién me conoce sabe que no creo en
casualidades, el chapoteo del agua en la orilla, la sirena del barco entrando al
puerto o del tren a punto de arribar para soportar la carga de sacas, ¿o eran
aquellos cascos de viejas mulas?, y, a
través de las teclas, el bullicio que empieza a desparramarse por las laderas
del desembarco, la alegría de las bulerías aún a costa del esfuerzo, un
amanecer de brillo a la vida a pesar de la angustia de tiempos muy duros. Un
ejemplo, una guía.
"Amanecer en el Puerto del L.P. Alameda, Alameda".
De espaldas se marchaba agradecido aquel ciudadano erguido y
mascota saludando al vacío camino de su merecido descanso y asomado en mi
ventana ensoñaba con las penas propias que servían de alegrías ajenas.
Aún maldigo la educación del conductor tras de mí que
me despertó con su ronca bocina de estrés al cambiar el semáforo a verde. ¡Pase
Ud. y con dios!
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