martes, enero 11, 2011

Ostalinda, obra excelsa de Guadalquivir

Desde pequeño en mi casa, bueno más concretamente en casa de mi abuela, sí porque aunque mi abuelo vivió hasta hace poco, era la casa de mi abuela, como la de mis padres era la de mi madre y como la mía es la de mi mujer, cosas del matriarcado familiar, decía que en casa de mi abuela las palabras caló eran de común acervo. El motivo estaba claro, mis abuelos vivieron en uno de los numerosos corrales de vecinos, la inmensa mayoría desgraciadamente desaparecidos, de la trianera Pagés del Corro, en plena Cava de los Gitanos y aunque ellos eran payos, ese deje de los calés no se despinta, la sonoridad de palabras como gachí, biruji, ojana o duquela, me atraían. Y no sólo a mí, algunas pasaron, aquello del roce y el cariño, a formar parte del vocabulario español. Uno endica con sus acais, ajela con su ba, juna con su jumelo, jingla con su ñacle y jama con su mui, jela al monró y a una chai se la camela. Decidme si no engancha el timbre de cada palabra como engancha la cultura del calé, su amor al baile, al cante y al fuego, su libertad nómada y su apego a ninguna parte.

 

Así de enganchado debió quedarse Andrés Olaegui de María, su novia de entonces, cogió una guitarra y se puso a componer, flautas y guitarras danzando sobre bongos y batería, en una pieza sublime y festera del grupo Guadalquivir, y al pensar en el nombre "María" le sonaría demasiado insípida y recurrió a la armonía melódica de su equivalente en caló, "Ostalinda".