Fiesta
de estrellas en una noche estrellada, noche sevillana sobre el marco cartujano
de los hornos alfareros y las cuevas de arcilla, unión mítica para que la magia
de la música invadiera de genes flamencos y rockeros por Diego Carrasco los
espacios silenciosos, de idas y venidas entre Triana y la Alameda mecidos los
sentidos por la voz perenne de Pepe Roca, de visiones del arrabal sevillano
escapadas de la guitarra de Ricardo Miño, de amalgama imposible derrotada por
el sitar hindú de Gualberto abrazando el flamenco y la voz jerezana del vasco
Maizenita (heredero directo del Califato Independiente), de guadañas rotas por
Aute con la luz oculta del alba futura y de vida alentada por los volátiles
dedos de Arturo Pareja Obregón sobre las teclas blancas y negras de su piano.
Fotografía de Manuel Molina en el Homenaje a Máximo Moreno de Antonio García Ocaña
Los
murmullos de fondo se van tornando en silencio cuando Manuel Molina se sienta
en su silla de enea, el mástil de su guitarra apunta al cielo y todas las
miradas apuntan a él, de blanco impoluto, brazos abiertos al cielo abarcando
con su sola presencia todo el escenario y su compañera inseparable colgando de
su mano izquierda, su desgarrada garganta gitana y la inmensidad musical de sus
tres acordes a la guitarra, no necesita más para enmudecernos de respetuoso
éxtasis, silencio roto en el mismo momento que el cielo quiso demostrar que los
añorados ausentes se unían a la fiesta; no, no fue fugaz, fue infinitamente
intenso, el momento álgido del homenaje a Máximo Moreno.
Pedro
Ricardo Miño nos enseñó Liverpool, el baile sacudió con taconeos el escenario
ante el cante de Pepe de Lucía, el jazz paseó espléndido por la Alameda de la
mano de Rafael Marinelli y su compañía; saltaron los resortes de las piernas
ante el influjo de la energía gitana de Raimundo Amador, la fiesta se volvió
intensa y el escenario pequeño, la guitarra del Pájaro, la de Charly Cepeda, la
afilada imagen del vástago del omnipresente Silvio, Sammy Taylor, despojado de
toda flema británica y la eterna memoria humana de Miguel Ríos, escenografía
del apoteosis en ida y vuelta y la huida de lo imposible.
A
partir de ahí, las guitarras eléctricas se erigieron en protagonistas, en la de
Antonio Smash la leyenda del underground tomó presencia, del rollo al enrolle,
saliendo del huevo los hombres en las praderas de Santa María de las Cuevas,
nada lúgubres ni suntuosas; Dogo hostigó el discurso musical, cuestión de
gustos, ante el enérgico y maravilloso duelo de las cuerdas de Charly Cepeda y
Pepe Suero; el Pájaro voló con la suya al encuentro inmortal con Silvio y su
forma de ver el rock desde el palco de la Semana Santa hispalense.
Eran
más de las cinco de la madrugada, ocho horas de música en inmejorable compañía,
y aún quedaba Pepe Begines y Zaguán, pero para desgracia mía, mis rodillas me recordaron
que la edad y el peso no son gratuitos, aún hoy soportan las consecuencias, por
lo que con todo el dolor tuve que dejar el recinto y la compañía, pero me cuentan
los que quedaron que el cierre fue sublime y a Zaguán pronto los veré en su
anual homenaje a Triana, por lo que la pena se mitiga en algo.
Atrás
quedó la demostración de que en Sevilla la magia aún es posible, los “Salta la Tapia” pueden mantener su
vigencia tanto en la música, como en la escucha, no había edades, sólo público
ávido de noches como la que el sábado embriagó el alma de un pintor que supo,
por fin, que es profeta en su tierra, al menos para un puñado de sonoros y
oyentes admiradores de su obra.
Creo
sin lugar a dudas que Máximo Moreno quedó satisfecho de su merecido e inmenso
homenaje.
P.D.: Agradecer a Antonio García Ocaña que me haya autorizado a ilustrar esta entrada con la magnífica fotografía de Manuel Molina, suya es la propiedad de la misma.